POR: CARLOS COTES M.
La tragedia del Palacio de Justicia, ocurrida los días 6 y 7 de noviembre de 1985, marcó uno de los capítulos más dolorosos de la historia de Colombia. Aquel asalto del M-19, ejecutado en pleno centro de Bogotá, no fue enfrentado por la Policía Nacional sino por el Ejército. Esta decisión, que definió el rumbo de los acontecimientos y el desenlace fatal de la operación, respondió a una lógica política y doctrinal de la época: el país estaba sumido en una guerra interna y el Estado veía en los movimientos insurgentes enemigos militares, no delincuentes comunes. Por eso, la respuesta no fue de orden público, sino de combate.
En el marco de la llamada Doctrina de Seguridad Nacional, el Estado colombiano concibió la subversión como una amenaza a la soberanía, equiparable a una invasión extranjera. Bajo ese paradigma, las Fuerzas Militares asumieron el liderazgo en toda acción contrainsurgente, incluso en escenarios urbanos. La Policía Nacional, aunque dependía del Ministerio de Defensa, estaba subordinada al mando militar y orientada principalmente a tareas de prevención y control ciudadano, sin la estructura ni el entrenamiento para una operación de asalto contra un grupo armado con capacidad bélica.
La orden de recuperar el edificio fue impartida al general Jesús Armando Arias Cabrales, comandante de la Brigada XIII del Ejército, mientras la Policía se mantuvo en labores de perímetro y apoyo logístico. El resultado fue una operación conducida con lógica de guerra, no de rescate, donde el fuego cruzado y el uso de tanques terminaron destruyendo gran parte del Palacio y cobrando la vida de casi un centenar de personas, entre ellas once magistrados de la Corte Suprema. El balance no solo fue una derrota humana, sino también institucional, al evidenciar las dificultades entre la autoridad civil y el poder militar.
Aquella jornada reveló la distancia entre la defensa del Estado y la protección de la justicia. La decisión de la época por parte del gobierno de recurrir al Ejército reflejó la desconfianza del poder político frente a la capacidad policial y la creencia de que los problemas internos debían resolverse con fuerza militar. Con el tiempo, el país entendió que ese enfoque resultaba ineficaz y trágico frente a escenarios con presencia civil. De esa herida nacieron reformas, especializaciones tácticas y la necesidad de fortalecer la Policía como fuerza civil para evitar que la guerra vuelva a imponerse sobre la ley.
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