Por: CARLOS ANDRÉS COTES M
En el complejo escenario del conflicto armado colombiano, los Grupos Armados Organizados residuales (GAOr) han perfeccionado sus estrategias de control territorial y financiero. Una de las presuntas prácticas más preocupantes hoy es la presión que ejercen presuntamente sobre las Juntas de Acción Comunal, en el sur del país, obligándolas a recibir, almacenar y distribuir recursos provenientes de actividades ilícitas. Con ello buscan blanquear sus ganancias criminales, garantizar canales de circulación de dinero y, sobre todo, fortalecer una estructura económica paralela que los empodera frente a la institucionalidad.
Este fenómeno no solo refleja la capacidad de adaptación de los grupos armados, sino también la manera como trasladan el riesgo de sus operaciones a la población civil. Al vincular a las comunidades en la gestión forzada de sus economías ilícitas, los GAOr logran varios objetivos simultáneos: legitiman de manera aparente su presencia en los territorios, debilitan la confianza de la ciudadanía en el Estado y crean una red de dependencia que termina comprometiendo la autonomía de las organizaciones comunitarias. En última instancia, convierten a la población en un eslabón indispensable de su retaguardia económica.
No se trata de una práctica nueva. En columnas anteriores he señalado cómo la instrumentalización de la población civil ha sido constante a lo largo del conflicto armado. Desde el inicio, los distintos actores ilegales han recurrido a la coacción, al miedo y al adoctrinamiento para utilizar a las comunidades como fuentes de información, como barreras frente a las operaciones militares o como colaboradores involuntarios en tareas de logística. Ahora, con una estrategia más sofisticada, los GAOr convierten presuntamente a líderes comunitarios en custodios de su dinero, diluyendo las líneas entre legalidad e ilegalidad en territorios donde el Estado llega con debilidad.
El peligro es evidente: al obligar a la comunidad a participar en estas dinámicas financieras, los grupos armados no solo consolidan poder económico, sino que además garantizan un escudo humano. Ante cualquier incursión de las Fuerzas Armadas, es la población la que queda en medio del fuego cruzado, utilizada como herramienta de protección de quienes amenazan la paz.
Más grave aún es el impacto sobre los menores de edad. En muchos lugares, los GAOr se presentan como “alternativas de empleo” o “organizaciones legítimas”, logrando que jóvenes los perciban como opción de vida. Esa cooptación invisible termina en un proceso de adoctrinamiento donde la lucha armada se disfraza de justicia social, perpetuando un ciclo en el que la comunidad, sin quererlo, se convierte en cantera de nuevos combatientes.
La comunidad, que debería ser la vanguardia inicial de construcción de paz, queda atrapada en un dilema ético y vital: ceder ante la presión de los grupos ilegales o enfrentar las consecuencias de resistirse. Mientras tanto, los GAOr fortalecen sus arcas y extienden su influencia económica. De no frenarse a tiempo, este modelo de instrumentalización económica amenaza con normalizar en las comunidades prácticas de lavado de activos que, lejos de traer progreso, perpetúan la violencia y erosionan el tejido social.
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