lunes, 29 de septiembre de 2025

El costo de la seguridad y el valor de quien porta un arma legal


Por: CARLOS ANDRÉS COTES M.

La seguridad ciudadana es, sin duda, uno de los bienes más costosos de nuestro tiempo. Quien intente contratar un esquema de escoltas o una vigilancia privada sabe que el precio resulta inaccesible para la mayoría de los colombianos. Sin embargo, existe una figura silenciosa y poco reconocida: el civil que, con permiso especial del Estado, porta legalmente un arma de fuego de manera oculta y, sin proponérselo, se convierte en un factor de protección invaluable para quienes lo rodean.

Ese ciudadano común no cobra un peso por acompañar a un amigo, a su familia o a un grupo en la calle,  en un parque o en una tienda de barrio. Tampoco es reconocido como un prestador de seguridad. Pero en el momento en que aparece la amenaza de un atraco, un hurto o una agresión, su sola capacidad de reacción marca la diferencia entre ser víctima indefensa o tener una opción real de defensa.

La Policía cumple un papel fundamental, pero es imposible que esté en todos los rincones. Allí, en esos espacios donde la presencia institucional no alcanza, emerge el valor del ciudadano que porta legalmente un arma. Su aporte es invisible, porque nadie percibe que está armado hasta que la situación lo exige. Sin embargo, el solo hecho de que camine al lado de alguien genera, aunque no se note, una seguridad gratuita que de otra manera costaría millones.

Además, cuando las personas que comparten su entorno saben que este ciudadano porta de manera legal y responsable un arma de fuego, se genera en ellas una percepción de seguridad que influye directamente en su tranquilidad. Esa certeza, aunque silenciosa, fortalece la confianza colectiva y contribuye a que el grupo se sienta menos vulnerable frente a las amenazas cotidianas.

El contraste es evidente. Un esquema de protección privada puede llegar a valer más de lo que gana una familia en un año. En cambio, ese ciudadano autorizado, que ejerce su derecho bajo estrictas normas, se convierte en una suerte de “escudo silencioso”, aportando confianza y tranquilidad en cualquier escenario. No es un escolta, no es un policía, pero representa un activo social en tiempos donde la inseguridad se ha multiplicado.

Preservar la seguridad es caro. La vida misma lo es. Pero reconocer el valor de quienes, con porte legal y responsabilidad, conviven en nuestras calles es entender que existen formas de protección que no figuran en los presupuestos, ni en los contratos, ni en los informes oficiales. Y es también aceptar que, en una Colombia marcada por la violencia, el amigo que carga oculta su arma autorizada está prestando, sin saberlo, un servicio tan costoso como valioso: el de brindar tranquilidad allí donde más se necesita.

 

viernes, 26 de septiembre de 2025

La instrumentalización económica de la población civil por los GAOr


Por: CARLOS ANDRÉS COTES M

En el complejo escenario del conflicto armado colombiano, los Grupos Armados Organizados residuales (GAOr) han perfeccionado sus estrategias de control territorial y financiero. Una de las presuntas prácticas más preocupantes hoy es la presión que ejercen presuntamente sobre las Juntas de Acción Comunal, en el sur del país,  obligándolas a recibir, almacenar y distribuir recursos provenientes de actividades ilícitas. Con ello buscan blanquear sus ganancias criminales, garantizar canales de circulación de dinero y, sobre todo, fortalecer una estructura económica paralela que los empodera frente a la institucionalidad.

Este fenómeno no solo refleja la capacidad de adaptación de los grupos armados, sino también la manera como trasladan el riesgo de sus operaciones a la población civil. Al vincular a las comunidades en la gestión forzada de sus economías ilícitas, los GAOr logran varios objetivos simultáneos: legitiman de manera aparente su presencia en los territorios, debilitan la confianza de la ciudadanía en el Estado y crean una red de dependencia que termina comprometiendo la autonomía de las organizaciones comunitarias. En última instancia, convierten a la población en un eslabón indispensable de su retaguardia económica.

No se trata de una práctica nueva. En columnas anteriores he señalado cómo la instrumentalización de la población civil ha sido constante a lo largo del conflicto armado. Desde el inicio, los distintos actores ilegales han recurrido a la coacción, al miedo y al adoctrinamiento para utilizar a las comunidades como fuentes de información, como barreras frente a las operaciones militares o como colaboradores involuntarios en tareas de logística. Ahora, con una estrategia más sofisticada, los GAOr convierten presuntamente a líderes comunitarios en custodios de su dinero, diluyendo las líneas entre legalidad e ilegalidad en territorios donde el Estado llega con debilidad.

El peligro es evidente: al obligar a la comunidad a participar en estas dinámicas financieras, los grupos armados no solo consolidan poder económico, sino que además garantizan un escudo humano. Ante cualquier incursión de las Fuerzas Armadas, es la población la que queda en medio del fuego cruzado, utilizada como herramienta de protección de quienes amenazan la paz.

Más grave aún es el impacto sobre los menores de edad. En muchos lugares, los GAOr se presentan como “alternativas de empleo” o “organizaciones legítimas”, logrando que jóvenes los perciban como opción de vida. Esa cooptación invisible termina en un proceso de adoctrinamiento donde la lucha armada se disfraza de justicia social, perpetuando un ciclo en el que la comunidad, sin quererlo, se convierte en cantera de nuevos combatientes.

La comunidad, que debería ser la vanguardia inicial de construcción de paz, queda atrapada en un dilema ético y vital: ceder ante la presión de los grupos ilegales o enfrentar las consecuencias de resistirse. Mientras tanto, los GAOr fortalecen sus arcas y extienden su influencia económica. De no frenarse a tiempo, este modelo de instrumentalización económica amenaza con normalizar en las comunidades prácticas de lavado de activos que, lejos de traer progreso, perpetúan la violencia y erosionan el tejido social.

martes, 23 de septiembre de 2025

El destino incierto que tendrán las armas venezolanas

                                                  Por: CARLOS ANDRÉS COTES M.

En el último mes, los acercamientos de las fuerzas armadas de Estados Unidos en el mar Caribe, con el propósito de contrarrestar las rutas del narcotráfico que durante décadas han penetrado su territorio desde Venezuela por vía marítima y aérea, han despertado la reacción de Caracas. El gobierno de 
del pais vecino, en su discurso defensivo y de aparente “poderío” militar, ha optado por entregar miles de armas a la población civil como medida de resistencia ante una supuesta amenaza externa. Sin embargo, gran parte de quienes hoy reciben fusiles y pistolas son jóvenes y adultos inexpertos que desconocen el manejo básico de un arma, sin decálogo de responsabilidad ni noción de las normas elementales de seguridad.

Este fenómeno plantea un problema que trasciende la narrativa política. El hecho de que un régimen señalado de tiranía y con vínculos con el terrorismo internacional, entregue armamento indiscriminado a simpatizantes chavistas, milicianos y empleados públicos, no solo refleja improvisación, sino un riesgo de proporciones regionales. Venezuela, hundida en la pobreza y marcada por una crisis migratoria sin precedentes en Latinoamérica, ha visto cómo la población mendiga alimentos y trabajo semanalmente al Estado, mientras el aparato oficial se aferra a un proyecto comunista que ha sumido a millones en la miseria.

Son más de cuatrocientos mil armas las que se estima han sido entregadas en plazas públicas y centros comunales. La pregunta central es: ¿a dónde terminarán esas armas en los próximos años? Todo indica que muchas cruzarán hacia Colombia, alimentando el mercado negro y cayendo en manos de grupos al margen de la ley, fortaleciendo su pie de fuerza y ampliando su espectro territorial. El riesgo no es hipotético: nuestra historia reciente demuestra que cualquier flujo irregular de armas desencadena violencia, fortalece economías ilegales y dificulta la acción institucional.

Aún Venezuela no dimensiona que el poderío militar de Estados Unidos no depende hoy de invasiones terrestres como en la Segunda Guerra Mundial. La guerra del siglo XXI se libra con tecnología: drones, inteligencia artificial y misiles de precisión capaces de impactar objetivos a miles de kilómetros con un margen de error mínimo, inferior al 0,005%. Frente a ese escenario, el alistamiento improvisado de civiles armados parece más un acto de propaganda que una verdadera estrategia defensiva.

Colombia, por su parte, debe prepararse. El ingreso de armas venezolanas a nuestro territorio no será producto de una acción militar, sino de la necesidad. Familias desesperadas encontrarán en la venta de pistolas y fusiles un mecanismo para suplir necesidades básicas. Ese flujo, inevitable si no se toman medidas conjuntas, incrementará la violencia y pondrá en riesgo la seguridad nacional. Lo que hoy se presenta como defensa ante una supuesta amenaza extranjera, mañana puede convertirse en una de las más graves fuentes de inestabilidad para nuestro país.

lunes, 22 de septiembre de 2025

Egipto en la encrucijada por la situación frente a Gaza


Por: CARLOS ANDRÉS COTES M.

La crisis en Gaza ha alcanzado un punto de tensión que  amenaza con arrastrar a la región hacia un nuevo ciclo de migración. Egipto, actor histórico en Oriente Medio, ha lanzado una advertencia clara: si se produce una huida masiva de población palestina hacia su territorio, duplicará sus fuerzas militares y endurecerá las medidas en la frontera con el Sinaí. Esta declaración refleja la preocupación por un desbordamiento de refugiados y el temor a que el conflicto altere la seguridad nacional egipcia.

La frontera de Rafah es símbolo de ambigüedad geopolítica. Por un lado, salida natural para miles de gazatíes atrapados en medio del fuego cruzado. Por otro, línea roja para El Cairo, que teme que un éxodo masivo agudice tensiones sociales y económicas internas, y abra la puerta a la infiltración de grupos armados, contrabando y redes extremistas en la península del Sinaí, ya inestable.

La advertencia egipcia debe leerse en clave regional. Para Israel, un desplazamiento masivo hacia Egipto aliviaría la presión internacional por la crisis humanitaria, pero trasladaría el costo a un vecino que se resiste a ser parte de la ecuación. Para los países árabes, el anuncio refleja la fragilidad de la solidaridad retórica frente a los límites prácticos de cada Estado. Nadie quiere cargar con las consecuencias directas de un conflicto enquistado que erosiona la estabilidad regional.

En este contexto, resalta la capacidad estratégica de Israel, que ha construido una de las fuerzas armadas más modernas y tecnológicamente avanzadas del mundo, apoyada en doctrina de defensa integral y cooperación con potencias aliadas. Su fortaleza militar se combina con un aparato político que sabe moverse en escenarios globales, utilizando diplomacia, inteligencia y disuasión como herramientas de supervivencia nacional. Esa combinación de realismo político y preparación bélica explica por qué mantiene una posición de ventaja en la región pese a la hostilidad que lo rodea.

El eventual refuerzo militar en la frontera también habla del dilema de Egipto: mantener su rol de mediador entre israelíes y palestinos, mientras protege su seguridad y evita ser arrastrado a una confrontación directa. La duplicación de tropas no es gesto simbólico; representa un mensaje disuasivo hacia cualquier actor que intente aprovechar la crisis para desestabilizar al país más poblado del mundo árabe.

Más allá de la lógica militar, lo que está en juego es un dilema humanitario y político. Si Gaza se vacía parcialmente, se corre el riesgo de redefinir de facto las fronteras y debilitar la causa palestina, algo que Egipto sabe sería visto como una victoria estratégica para Israel. Pero si cierra la puerta a los refugiados, será acusado de insensibilidad y complicidad en el sufrimiento civil.

Egipto está en una encrucijada. Su advertencia no es solo un cálculo militar, sino la expresión de un límite político y clave. La región observa con atención porque, si ese límite se traspasa, no solo cambiará la dinámica del conflicto palestino-israelí, sino que podría encender una chispa de inestabilidad en Oriente Medio.

 

jueves, 18 de septiembre de 2025

Guerra asimétrica sin final definido

Por: CARLOS ANDRÉS COTES M.

El conflicto armado interno de Colombia, que supera ya seis décadas, se configura como una guerra asimétrica en toda su expresión. Desde los años sesenta, el Estado se ha enfrentado a actores irregulares que, sin contar con un ejército formal ni con tecnología de punta, han prolongado la confrontación gracias a tácticas de desgaste, movilidad rápida y camuflaje social. La asimetría no solo radica en la desigualdad militar, sino también en la diferencia de objetivos: mientras las Fuerzas Armadas buscan preservar la institucionalidad y la soberanía, los grupos ilegales han perseguido el control territorial, la financiación ilícita y, en algunos casos, un discurso ideológico de transformación social.

La guerra asimétrica se ha manifestado en emboscadas, tomas guerrilleras, secuestros, ataques a infraestructura, uso de minas antipersona y atentados terroristas. Estas acciones contrastan con el poder aéreo, el armamento de precisión y la capacidad de despliegue del Estado. Sin embargo, la fortaleza tecnológica no ha sido suficiente para derrotar a los insurgentes, que han convertido la selva, la montaña y las poblaciones marginadas en escenarios de combate prolongado. En este contexto, la irregularidad se ha convertido en ventaja, pues obliga a las Fuerzas Armadas a un esfuerzo continuo y costoso en lo humano, económico y político.

A la ecuación se sumaron desde los ochenta otros actores como los carteles del narcotráfico y, más tarde, las autodefensas. Estos multiplicaron la asimetría, generando una guerra irregular de múltiples frentes, donde el objetivo dejó de ser únicamente político para convertirse en la lucha por el control de rentas ilícitas y corredores estratégicos. Así, la violencia se transformó en un entramado complejo donde conviven insurgencia, paramilitarismo, narcotráfico y crimen organizado, dificultando una salida definitiva al conflicto.

Hoy, pese a los acuerdos de paz y a los procesos de desmovilización, Colombia sigue enfrentando un escenario asimétrico. Las disidencias de las FARC, el ELN y las llamadas organizaciones de alto impacto mantienen tácticas irregulares que buscan compensar su inferioridad frente al Estado. El desafío no es solo militar, sino también político y social: reducir la brecha que alimenta el reclutamiento, fortalecer la presencia institucional en los territorios y cortar las fuentes de financiación ilegal. Solo así podrá cerrarse un ciclo histórico de violencia que, por su naturaleza asimétrica, ha resistido a la derrota total y ha puesto a prueba la resiliencia del país.

lunes, 15 de septiembre de 2025

El Consejo de Seguridad Nacional, decisiones estratégicas para Colombia


Por: CARLOS ANDRÉS COTES M.

El Consejo de Seguridad Nacional es la máxima instancia consultiva y decisoria en materia de defensa, orden interno y seguridad integral del país. Su función principal consiste en articular las políticas de seguridad y defensa nacional, coordinar esfuerzos interinstitucionales y recomendar al Presidente de la República, como Jefe de Estado y Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas, las decisiones estratégicas necesarias para garantizar la soberanía, la integridad territorial y la protección de los ciudadanos. Este órgano se activa en coyunturas críticas y funge como espacio de análisis donde confluyen visiones políticas, militares, policiales, jurídicas y diplomáticas, para diseñar acciones que trascienden lo operativo y se inscriben en la seguridad como política pública.

La integración del Consejo de Seguridad Nacional responde a la necesidad de tener un espectro amplio de voces en la toma de decisiones. Lo preside el Presidente de la República y lo conforman los ministros de Defensa, Interior, Relaciones Exteriores, Justicia y Hacienda, además de los altos mandos militares y de Policía, la Fiscalía General de la Nación, representantes de organismos de inteligencia y, en algunos casos, invitados especiales según la coyuntura. Esta composición le da un carácter plural, donde el conocimiento técnico se mezcla con la orientación política, lo cual permite tomar determinaciones de alto impacto. Es allí donde se estudian amenazas como el narcotráfico, el terrorismo, la minería ilegal, el contrabando y la presencia de organizaciones criminales con capacidad de desestabilización.

Uno de los aspectos más relevantes del Consejo es su competencia para recomendar el cambio de estatus político a los grupos armados ilegales. En este escenario se definen categorías que marcan la diferencia en el tratamiento del Estado frente a dichas estructuras. Mientras un grupo delincuencial organizado (GDO) recibe un tratamiento de persecución judicial y policial, un grupo armado organizado (GAO) es catalogado como una amenaza de mayor alcance, lo que habilita respuestas militares y coordinadas de las Fuerzas Armadas bajo el marco del Derecho Internacional Humanitario. Esta clasificación define el rango de operaciones, los recursos disponibles y las estrategias de confrontación legítima que puede desplegar el Estado.

En sus sesiones, el Consejo de Seguridad Nacional aborda decisiones que fortalecen la política de seguridad en Colombia. Desde la definición de operaciones militares y policiales conjuntas, pasando por la coordinación de cooperación internacional en inteligencia, hasta el diseño de lineamientos de política pública, sus determinaciones inciden directamente en la estabilidad nacional. Además, es un escenario donde se analizan los riesgos de crisis humanitarias, desplazamientos masivos y emergencias derivadas de la violencia. Allí no solo se trazan planes inmediatos de reacción, sino que también se proyectan las acciones de mediano y largo plazo para blindar la seguridad ciudadana y la defensa nacional.

En conclusión, el Consejo de Seguridad Nacional opera como la instancia suprema de articulación estratégica en materia de seguridad, convocada siempre por el Presidente de la República, quien determina los temas de agenda y la pertinencia de su reunión. Sus funciones abarcan desde la coordinación de políticas interinstitucionales hasta la clasificación de amenazas, lo que permite trazar respuestas diferenciadas contra la criminalidad. Su composición asegura pluralidad técnica y política, y sus decisiones se convierten en instrumentos vitales para enfrentar los retos de seguridad que hoy persisten en el país.

jueves, 11 de septiembre de 2025

Seguridad como Política de Estado, más allá del gobierno de turno

Por: CARLOS ANDRÉS COTES M.


En Colombia, hablar de que la seguridad debe ser política de Estado no es un recurso retórico, sino una necesidad estratégica. Significa que la protección de la vida, la integridad y la convivencia ciudadana debe trascender las agendas particulares de cada gobierno, para convertirse en un compromiso nacional sostenido en el tiempo. Una política de Estado se diferencia de una política de gobierno porque no se reinventa cada cuatro años; se construye sobre consensos amplios, se respalda en leyes, instituciones y planes a largo plazo, y se mantiene vigente incluso cuando cambian los liderazgos.


En el campo de la seguridad, esto implica diseñar estrategias que combinen prevención, inteligencia, justicia, desarrollo social y cooperación internacional, con una visión integral y no solo reactiva. Una política de Estado en seguridad también implica blindar recursos y fortalecer instituciones para que las medidas no dependan de la voluntad coyuntural de un mandatario, sino que tengan continuidad y respaldo ciudadano. En Colombia, la historia demuestra que cuando la seguridad se maneja como bandera política pasajera, los avances son frágiles y las amenazas criminales se adaptan rápidamente.


La violencia, el narcotráfico y la criminalidad organizada no descansan al ritmo de los periodos presidenciales; por eso, la respuesta institucional tampoco debería hacerlo. Convertir la seguridad en política de Estado exige diálogo entre partidos, gremios, sociedad civil y Fuerza Pública, con el fin de pactar objetivos comunes que resistan los vaivenes electorales. Países que han logrado reducir drásticamente sus índices de criminalidad lo han hecho mediante estrategias estables que perduran décadas, sin importar quién ocupe la presidencia.


En Colombia, el  salto de contar con el libro blanco de una politica de estado en seguridad, requiere voluntad política, compromiso legislativo y una ciudadanía que exija resultados sostenidos. La seguridad no puede seguir siendo rehén de la polarización. Es un bien colectivo y un requisito para el desarrollo. Entenderlo y actuar en consecuencia es dar un paso firme hacia un país más estable, justo y en paz.


En la práctica, Colombia no tiene hoy una verdadera política de Estado en seguridad y orden público en el sentido estricto del concepto.


Lo que existe son políticas de gobierno que cambian cada cuatro años según la visión, ideología y prioridades del presidente de turno. Aunque hay marcos legales y planes como la Política de Seguridad y Defensa Nacional o la Política de Convivencia y Seguridad Ciudadana, estos no cuentan con un acuerdo político amplio y vinculante que los haga perdurar más allá de un periodo presidencial.


Esto se evidencia en que:

  • Cada administración rediseña estrategias, cambia nombres a planes y modifica prioridades, lo que interrumpe procesos.
  • No hay un pacto de Estado que comprometa a todas las fuerzas políticas, la sociedad civil y los gremios a mantener un rumbo fijo sin importar quién gobierne.

En resumen: sí hay políticas y leyes en seguridad, pero no tienen la permanencia, el blindaje institucional ni el consenso nacional que caracterizan a una política de Estado.

lunes, 8 de septiembre de 2025

Abigeato, El Azote Silencioso del Campo

Por: CARLOS ANDRÉS COTES M.

El abigeato, ese delito silencioso pero devastador, sigue siendo uno de los flagelos que más golpea al desarrollo económico del sector agropecuario colombiano. Detrás del robo de ganado hay historias de campesinos arruinados, fincas vacías, empleos perdidos y meses de inversión desperdiciados. Para un ganadero, criar un animal no es solo un negocio; es un proyecto de vida. Alimentación, vacunas, asistencia veterinaria y logística son costos constantes que, con un solo golpe delictivo, se desvanecen sin retorno.

     Cada res representa un capital que puede sostener a una familia entera. Por eso, cuando los cuatreros atacan, el impacto es demoledor. No solo se llevan el ganado: se llevan el sustento, la estabilidad emocional y, muchas veces, los ahorros de toda una vida. En muchas zonas rurales, las bandas organizadas ingresan en la noche, sacrifican los animales en el sitio y transportan su carne para venderla al margen de toda legalidad. En otros casos, los animales son trasladados vivos a otros departamentos, donde ingresan a mercados sin ningún tipo de trazabilidad sanitaria ni control de procedencia.

     Este mercado negro también impulsa la informalidad empresarial, al permitir que expendios de carne en barrios y tiendas comercialicen estos productos a bajo precio, sin cumplir normas básicas de salubridad ni pagar impuestos, y con ello ponen en riesgo la salud pública.

     Frente a esta realidad, el Estado no ha estado ausente. La Policía Nacional ha desplegado unidades como el EMCAR (Escuadrón Móvil de Carabineros) y más recientemente el EFEOR (Escuadrón Femenino de Operaciones Rurales), que han sido capacitadas especialmente para prevenir y contrarrestar este delito. Su presencia en el territorio es clave.

     La lucha contra el abigeato requiere también de una ciudadanía comprometida. Las redes de cooperantes se convierten en actores estratégicos para alertar de forma oportuna y permitir una reacción inmediata. A ello se suma la necesidad urgente de dotar al campo de conectividad digital: acceso a internet con redes satelitales, cámaras de seguridad y sistemas de monitoreo son herramientas imprescindibles para vigilar los predios y proteger el patrimonio rural.

     Si el campo es el corazón de Colombia, el abigeato es una herida abierta que hay que cerrar con más Estado, más tecnología y más comunidad. 

viernes, 5 de septiembre de 2025

El Estado suplantado, la otra cara del control territorial

                                              
Por: CARLOS ANDRÉS COTES M.

En los rincones más apartados del país, donde la presencia institucional se diluye por la falta de políticas públicas sostenidas, los Grupos Armados Organizados (GAO) han encontrado el terreno fértil para ejercer una de sus estrategias más peligrosas: la suplantación del Estado. Estos actores ilegales, lejos de limitarse a la violencia armada, han entendido que el control real del territorio no se obtiene solo por la fuerza, sino por la legitimidad que otorga el reconocimiento de las comunidades. Así, han adoptado la figura de falsos benefactores, presentándose como autoridades que reemplazan las funciones estatales y llenan los vacíos institucionales.

     Los GAO han perfeccionado la instrumentalización de líderes sociales, a quienes cooptan para que actúen como voceros de sus intereses. No se trata únicamente de presiones o amenazas; muchas veces logran que estos líderes participen en dinámicas comunitarias organizadas por las estructuras armadas, lo que termina por darles una apariencia de legalidad. Al instalarse en los territorios, promueven actividades sociales, jornadas de integración e incluso simulacros de acción integral. De este modo, se apropian del tejido social, crean dependencias y se blindan frente a la posible incursión de la Fuerza Pública.

     En este contexto, la población civil se convierte en el escudo humano de los GAO. Los compromisos y acuerdos pactados con las comunidades buscan garantizar respaldo en caso de operativos militares. El discurso de “protección” hacia la población, en realidad, es un mecanismo de sometimiento colectivo. Las emisoras portátiles ilegales, empleadas para difundir sus mensajes, se convierten en herramientas de adoctrinamiento, convocando a niños, jóvenes y adultos a participar en actividades que simulan ser programas estatales. Así, construyen vínculos afectivos que refuerzan la percepción de que son una autoridad legítima, capaces de suplir necesidades básicas como salud y educación.

     El problema se agrava por la persistente ausencia del Estado. Allí donde no llegan las instituciones, los GAO instalan sus centros de coordinación de economías ilícitas, articulan operaciones de ajuste de cuentas y consolidan estructuras criminales. La debilidad estatal no solo facilita la expansión de estos grupos, sino que legitima su presencia ante las comunidades, que terminan aceptando como normal la sustitución del Estado.

     En conclusión, la verdadera batalla no es únicamente militar. Mientras el Estado no logre consolidar presencia integral y efectiva en los territorios, los GAO seguirán ocupando ese vacío, transformándose en un poder paralelo que erosiona la gobernabilidad y condena a la población a vivir bajo un régimen de ilegalidad maquillada de asistencia social.

lunes, 1 de septiembre de 2025

Minería ilegal, la guerra por el territorio: por metales como el Oro, el Mercurio y el Coltán

                                          Por: CARLOS ANDRÉS COTES M.

La minería ilegal se ha convertido en uno de los principales motores financieros de las organizaciones criminales en Colombia. Más allá del narcotráfico, este delito ofrece ganancias exorbitantes gracias a la creciente valorización internacional de metales preciosos como el oro. Su extracción clandestina, especialmente en regiones periféricas y zonas de frontera interdepartamental, ha generado escenarios de confrontación armada, desplazamientos forzados y destrucción ambiental sin precedentes.

     Estas zonas grises, donde los límites entre departamentos se diluyen, son hoy epicentros de disputa territorial entre grupos armados ilegales. La codicia por el control de estos recursos ha desatado una nueva ola de violencia, donde comunidades enteras son sometidas, el trabajo infantil se incrementa y la vida pierde valor frente a la fiebre del oro. La minería ilegal se desarrolla sin licencias, sin controles ambientales, y sin respeto alguno por los derechos humanos. Sus ganancias son rápidamente invertidas en armas, insumos químicos para el narcotráfico y sobornos que prolongan su impunidad.

     El impacto ambiental también es devastador. La minería ilegal es ya la segunda causa de degradación de bosques en el país, superada solo por la deforestación. Ríos contaminados con mercurio, suelos infértiles y ecosistemas destruidos son el rastro visible de esta actividad. Parques naturales, reservas indígenas y zonas protegidas han sido invadidas sin contemplación por retroexcavadoras ilegales. El daño es profundo y muchas veces irreversible.

     A esta realidad se suma el enorme costo fiscal para el Estado. Según la Procuraduría General de la Nación, la minería ilegal afecta actualmente a 29 de los 32 departamentos del país. Esto no solo representa un golpe a las finanzas públicas —con millones de dólares que escapan al recaudo del estado—, sino que refuerza la economía paralela del crimen, debilitando aún más la presencia institucional.

     La lucha contra la minería ilegal debe ser prioritaria en la agenda nacional. No se trata solo de combatir un delito ambiental, sino de frenar una fuente clave de financiamiento del conflicto armado, de proteger nuestros recursos naturales y de devolverle a muchas comunidades la paz y la dignidad. 

 

 

Israel, la Escuela de la Seguridad Ciudadana Inteligente

                                    POR: CARLOS ANDRES COTES MAYA La experiencia académica que viví en Israel marcó un antes y un después co...