Por: CARLOS ANDRÉS COTES M.
En las ciudades de Colombia, los homicidios no cesan. No es solo una estadística que crece: es una tragedia diaria que golpea a familias enteras, muchas veces protagonizada por jóvenes que han caído en redes de microtráfico, hurtos o violencia por cuenta de la búsqueda de dinero fácil. El problema no es solo policial. Es estructural, social y profundamente humano. La deserción escolar, la disfunción familiar y la ausencia de oportunidades reales han creado un cóctel que convierte a nuestros barrios más vulnerables en criaderos del crimen.
Muchos padres, sumidos en sus propios vacíos o luchas económicas, no logran contener la espiral que arrastra a sus hijos. A falta de guía, protección o simplemente de tiempo para compartir, los jóvenes crecen entre referentes errados, expuestos a la ley del más fuerte, al narco que presume riqueza que se salvó vendiendo droga. La calle termina educando donde el hogar y la escuela la abandonan.
Tuve la oportunidad de estudiar los modelos de prevención de seguridad ciudadana en Israel, donde desde hace más de 25 años se viene aplicando con éxito una estrategia centrada en el uso constructivo del tiempo libre. Los resultados son fantásticos. Allí entendieron que prevenir el delito empieza mucho antes de que ocurra, y que ocupar de forma sana el tiempo de niños y jóvenes es una de las herramientas más poderosas para alejar la violencia. Incluso, las universidades han desarrollado programas de especialización en “manejo del tiempo libre”, una disciplina profesional que ha logrado reducir de forma significativa la deserción escolar y los índices de criminalidad juvenil. Esta experiencia debería ser replicada y adaptada en Colombia de forma urgente.
Colombia puede aprender de esta experiencia. Actividades como deportes, música, danza, teatro, exploradores (tipo Boy Scouts), lectura, talleres de robótica, clases de cocina, manualidades, clubes de ciencia o espacios de refuerzo escolar no solo mantienen a los niños alejados del crimen. También les devuelven su derecho a ser niños, a vivir su niñez con dignidad y alegría. Un balón, una guitarra, una fogata con amigos o un experimento científico pueden marcar la diferencia entre un destino de cárcel o uno de sueños cumplidos.
Pero esto no lo puede hacer solo el Estado. La acción integral es clave. Instituciones, comunidad, padres, vecinos, líderes sociales, iglesias, fundaciones y voluntariados vecinales deben tomarse los barrios. Es allí donde se ganan o se pierden las batallas por el futuro. Que cada quien, desde su rol, aporte a construir entornos protectores, donde se siembre esperanza y se cultiven talentos.
No basta con castigar el delito; hay que impedir que nazca. Empecemos por valorar el tiempo de nuestros niños y jóvenes. Porque si no lo ocupamos con sentido, otros lo llenarán de violencia. Y el costo, como ya lo vemos, será una juventud perdida.
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