viernes, 28 de noviembre de 2025

Outsourcing criminal, la tercerización del delito


POR: CARLOS A COTES M.

En Colombia, la violencia ha mutado con los años, y junto a ella, también las formas de operar de los grupos armados organizados. Hoy, un fenómeno silencioso pero letal crece en las calles: el outsourcing criminal. Se trata de la tercerización del delito, donde estructuras armadas, incapaces o reacias a exponerse directamente, contratan jóvenes sin oficio, sin estudio y sin rumbo, para ejecutar encargos ilegales que van desde el sicariato hasta la simple tarea de colocar una bandera o pintar un grafiti que siembre miedo en una comunidad. Por cualquier suma de dinero, muchos de estos jóvenes terminan siendo herramientas de intimidación y violencia.

Este tipo de subcontratación criminal permite a los grupos armados mantener su poder sin arriesgar su estructura. En muchas ocasiones, los cabecillas se encuentran lejos de los lugares donde ocurre el delito; simplemente ordenan y pagan por el servicio. Los jóvenes ejecutores, generalmente de barrios vulnerables, se convierten en piezas de  maquinarias delictivas que los usa, los expone y los reemplaza con rapidez. Son ellos quienes marcan territorios con banderas, asesinan por encargo o incluso son reclutados para permanecer de manera más estable al servicio del crimen.

El outsourcing criminal no es un fenómeno marginal: se ha convertido en práctica frecuente y cotidiana. La mayoría de los delitos urbanos, homicidios, hurtos, amenazas, son cometidos por jóvenes que se inician en la delincuencia bajo la promesa de dinero rápido y sin medir las consecuencias. La precariedad económica, la falta de oportunidades y la desconexión educativa son los principales motores que los empujan a aceptar estas “ofertas de trabajo” criminales. En muchos casos, no se trata de reclutamiento forzoso, sino de un reclutamiento económico y funcional.

Combatir este fenómeno requiere más que capturas o presencia policial. La respuesta debe ser integral y preventiva. Disminuir la deserción escolar, garantizar acceso a educación técnica y empleo digno, y fortalecer los entornos familiares y comunitarios son medidas esenciales para reducir el caldo de cultivo que nutre al outsourcing criminal. La acción unificada del Estado, la sociedad civil y el sector privado debe orientarse a cerrar las brechas que dejan a los jóvenes a merced del crimen organizado.

Los grupos armados organizados seguirán buscando mano de obra barata mientras existan jóvenes desconectados del sistema educativo y del tejido social. Romper el ciclo del outsourcing criminal no es solo un reto de seguridad: es una urgencia social. Invertir en juventud, educación y empleo es la estrategia más efectiva para que los criminales dejen de tener quien ejecute sus órdenes. Solo así se podrá frenar la tercerización del delito que hoy amenaza con perpetuar una nueva forma de violencia invisible, pero profundamente destructiva.

**Esta columna, expone reflexiones personales del autor sobre temas de seguridad, defensa y convivencia; por lo tanto, las ideas aquí expuestas no representan posiciones institucionales ni comprometen a entidad alguna**

martes, 25 de noviembre de 2025

Los tres niveles de la guerra; de la visión estratégica a la acción táctica


POR: CARLOS A COTES MAYA

La comprensión de los niveles de la guerra, estratégico, operacional y táctico, es fundamental para entender cómo los Estados planifican, conducen y consolidan sus esfuerzos militares. En Colombia, donde la seguridad enfrenta amenazas híbridas y actores de naturaleza diversa, esta jerarquía conceptual se traduce en una necesidad práctica: articular la política nacional de defensa con la ejecución precisa de las operaciones en el terreno. La guerra no es solo enfrentamiento armado, sino la proyección organizada del poder nacional para alcanzar los objetivos que garantizan la soberanía, la seguridad y el bienestar.

En el nivel estratégico, se trazan los grandes objetivos nacionales y se emplean los instrumentos del poder diplomático, informacional, militar y económico para alcanzarlos. Este nivel está orientado por la política, define los fines de la guerra y articula los medios disponibles. En este marco, el análisis FODA y el análisis PESTAL adquieren relevancia, pues permiten entender las fortalezas y debilidades internas, así como las oportunidades y amenazas del entorno internacional. La estrategia, entonces, no es improvisación, sino la ciencia de emplear el poder nacional de manera coordinada para mantener la seguridad y la estabilidad del Estado. Aquí la conducción política del conflicto define los límites de la acción militar.

El nivel operacional, por su parte, traduce los fines estratégicos en campañas y operaciones concretas. Es el ámbito del arte operacional, donde la creatividad y la experiencia de los comandantes determinan la disposición de fuerzas, la secuencia de acciones y la integración de recursos. En este nivel se decide cómo ganar la guerra: planificando campañas, coordinando movimientos de tropas, articulando la logística y adaptando tácticas al entorno cambiante del conflicto. Ejemplos históricos como la Operación Overlord o recientes como la retoma de Járkov ilustran la importancia de la planificación conjunta y el empleo sincronizado de capacidades para alcanzar un propósito común.

Finalmente, el nivel táctico representa la acción directa, el punto donde las decisiones estratégicas y operacionales se materializan en combate. Aquí se aplican las técnicas, los procedimientos y la disposición de fuerzas para cumplir misiones específicas. La táctica es la ciencia del enfrentamiento inmediato, pero también el arte de la adaptación: de leer el terreno, anticipar al enemigo y mantener la cohesión bajo presión. Cada unidad, cada soldado, se convierte en ejecutor de un propósito mayor. La eficacia táctica es la base sobre la cual se construye el éxito operacional y, en última instancia, la victoria estratégica.

La interdependencia entre los tres niveles es vital: sin estrategia, la táctica es ciega; sin táctica, la estrategia es vacía. En el contexto colombiano, donde las operaciones militares y de policía enfrentan amenazas difusas desde el narcotráfico hasta el terrorismo y la explotación ilegal de yacimientos mineros, comprender y respetar esta jerarquía garantiza coherencia en la acción del Estado. La guerra moderna no se gana solo en el campo de batalla, sino en la capacidad de conectar la visión política con la ejecución precisa en todos los niveles del conflicto.

**Esta columna, expone reflexiones personales del autor sobre temas de seguridad, defensa y convivencia; por lo tanto, las ideas aquí expuestas no representan posiciones institucionales ni comprometen a entidad alguna**

viernes, 21 de noviembre de 2025

Cómo conocí a Juancho Rois...


Por: CARLOS ANDRÉS COTES M.

Siendo yo un joven, solía pasar en bicicleta por varios barrios de Valledupar que con el tiempo se volvió inolvidable. Con frecuencia, al rodar por sus calles, veía a Juancho Rois sentado en la puerta de su casa, acompañado por amigos, sonriendo con esa tranquilidad que transmitía sin esfuerzo. Vivía en la casa de Purito Canova, al lado de la casa de mi amigo “Guerrita”, diagonal al lote donde queda el colegio Ateneo. Solo supe que aquel hombre era Juancho Rois por comentarios de amigos del barrio, quienes hablaban de él como una leyenda viva, ya famoso por sus éxitos en el acordeón junto a Jorge Oñate y Diomedes Díaz, entre otros.

Fue a mediados de 1991 cuando tuve un encuentro que, aunque fugaz, quedó grabado para siempre en mi memoria. Justo diagonal a su casa había un carro de perros calientes, muy populares, atendido por "Poncho Pitre", que vendía perros calientes y hamburguesas. Una noche llegué en bicicleta para comerme un perro, cuando, casualmente, también llegó Juancho, también en bicicleta, a reclamar un pedido que había mandando a prepararle a "Poncho Pitre".

En ese instante, como si la vida quisiera agregarle más brillo a ese momento, apareció Gonzalo "El Cocha" Molina. Saludó con entusiasmo a todos los que estábamos allí y abrazó efusivamente a Juancho. Mientras esperaban el pedido, conversaban sobre presentaciones musicales. De pronto, Poncho Pitre, con su humor ingenuo comenzó a señalar de manera jocosa al Cocha, diciendo que Juancho era su “fuete” en el acordeón. Era un comentario entre risas, pero algo incómodo. Juancho, prudente y callado, no dijo palabra, mientras el Cocha fruncía el ceño.

Al irse Juancho con su pedido, el Cocha aprovechó y le hizo un fuerte reclamo a "Poncho Pitre": le exigió respeto y le reprochó sus comentarios. Poncho, sin ceder, replicó que Juancho era el papá de los acordeoneros, el fuente en el acordeón. El Cocha se fue molesto, y yo quedé testigo mudo de esa escena tan inolvidable.

Ya han pasado muchos años desde aquella noche. Tal vez ni el Cocha ni Poncho Pitre la recuerden, pero en mi mente sigue intacta, como también lo está el único apretón de manos que alguna vez le di a Juancho Rois.

Mucho tiempo después, lo vi en una presentación musical con Diomedes Díaz en Bogotá, a mediados de los noventa, en el Club de Suboficiales del barrio Andes. Esa fue la última vez que lo vi.

Hoy, solo nos queda su legado inmenso. Una obra musical que no morirá, que seguirá siendo ejemplo e inspiración para las generaciones que vienen. Porque Juancho Rois no fue solo un virtuoso del acordeón, fue, y será siempre, historia viva del vallenato.

Hoy al conmemorarse 31 años de su partida, Honro su memoria...

viernes, 14 de noviembre de 2025

De las trincheras al ciberespacio; seis generaciones de la guerra y sus dilemas éticos

POR: CARLOS A COTES M. 


La historia del conflicto humano revela seis generaciones de guerra, cada una marcada por la tecnología, la política y la moral de su tiempo. De las líneas de mosqueteros al combate digital sin contacto, la guerra ha sido el espejo de la evolución social, científica y ética de la humanidad. Cada salto generacional redefine los límites de la fuerza, el poder y la legitimidad del uso de las armas, imponiendo nuevos retos a las Fuerzas Armadas del mundo.


Hablar de la evolución de la guerra es hablar de la transformación de los Estados y de la sociedad.  El arte de la guerra ha dejado de ser solo un enfrentamiento físico para convertirse en una lucha por el control de la información, la opinión pública y las voluntades. Entender este recorrido permite analizar no solo la estrategia militar, sino también la ética que regula la conducta del combatiente.


La primera generación de la guerra se gestó entre 1648 y 1860. Fue la era de las líneas y columnas, de uniformes y disciplina. El orden, la jerarquía y la distinción entre civiles y militares dieron origen al concepto moderno de ejército. Nacía la ética del soldado que combate bajo bandera y con reglas, una noción de honor y legitimidad que separaba al combatiente del mercenario.


La segunda generación emergió con la Revolución Industrial y se materializó en la Primera Guerra Mundial. La potencia del fuego, las trincheras y la industria bélica transformaron la confrontación en una guerra de desgaste. Se combatía no solo por territorios, sino por ideales. La tecnología y la obediencia absoluta fueron su sello, y con ellas el debate ético sobre el valor de la vida frente a la maquinaria del poder.


La tercera generación, simbolizada por la “guerra relámpago” alemana, puso la velocidad y la sorpresa por encima del número. La estrategia reemplazó a la masa, y el ingenio sustituyó al sacrificio. La ética del mando se centró en la responsabilidad táctica: vencer con inteligencia, minimizar pérdidas y respetar la proporcionalidad del combate.


Con la cuarta generación, el Estado perdió el monopolio de la guerra. Guerrillas, terrorismo y actores no estatales irrumpieron en el tablero global. La batalla se trasladó a las mentes y a los medios. La propaganda y el miedo se volvieron armas. La victoria dejó de medirse en muertos para contarse en seguidores, en ideas, en percepciones. Nacía la guerra mediática y psicológica.


La quinta generación introdujo el campo invisible del ciberespacio. Es la guerra sin contacto, sin fronteras y sin uniformes. La información se convirtió en el arma más poderosa, y la ética militar enfrenta un nuevo dilema: actuar en un entorno donde las reglas del honor se diluyen entre algoritmos y fake news. La batalla se libra en las redes, y el enemigo puede ser un hacker anónimo o una narrativa viral.


Hoy, la sexta generación, aún en gestación, fusiona la inteligencia artificial, la robótica y la guerra cognitiva. Las decisiones automáticas, los drones autónomos y la manipulación mental abren un debate sin precedentes: ¿puede la ética sobrevivir cuando la guerra deja de ser humana?


En conclusión, comprender las seis generaciones de guerra es comprender el valor físico al poder de la información. La ética militar, más que nunca, debe ser el faro que guíe la conducta de las fuerzas armadas frente a enemigos invisibles y amenazas sin rostro. Solo una formación ética sólida garantizará que, incluso en la era digital, la guerra siga teniendo límites humanos.


**Esta columna, expone reflexiones personales del autor sobre temas de seguridad, defensa y convivencia; por lo tanto, las ideas aquí expuestas no representan posiciones institucionales ni comprometen a entidad alguna**

lunes, 10 de noviembre de 2025

¿Qué determina que un grupo criminal sea considerado GAO en Colombia?


POR: CARLOS COTES

En Colombia, no todo grupo criminal es considerado un Grupo Armado Organizado (GAO). La diferencia entre una organización delincuencial común y un GAO no depende exclusivamente de su tamaño o su expansión territorial, sino de una serie de condiciones establecidas dentro del marco jurídico nacional, especialmente en la Ley 1908 de 2018el Decreto 1190 de 2016 y la Directiva 015 de 2016 del Ministerio de Defensa Nacional. Estas normas son las que determinan los criterios técnicos, operacionales y estructurales para que una agrupación sea reconocida oficialmente como un grupo armado organizado..

De acuerdo con dichos instrumentos legales, para que una organización sea clasificada como GAO debe cumplir con requisitos específicos: tener una estructura jerárquica definida, capacidad de control territorial, organización logística y mando responsable, así como ejecutar operaciones armadas sostenidas y planificadas contra las instituciones del Estado. Es decir, lo esencial es su persistencia en el uso de las armas y su intencionalidad de desafiar la autoridad estatal mediante acciones sistemáticas de violencia.

En el contexto colombiano existen organizaciones que, aunque poseen redes internacionales y presencia en varios países de América Latina y Norteamérica, no son catalogadas como GAO. Ejemplo de ello son las bandas transnacionales dedicadas al microtráfico, la trata de personas, la extorsión o el secuestro. Estas organizaciones pueden tener una estructura amplia y compleja, pero al no concentrar su accionar en combates sostenidos contra la Fuerza Pública, ni buscar el control político o territorial en zonas específicas, son clasificadas como Grupos Delincuenciales Organizados (GDO). La diferencia radica, entonces, en la naturaleza de su confrontación y en sus objetivos estratégicos frente al Estado.

Los GAO, por su parte, mantienen su principal fuente de financiamiento en la explotación ilícita de yacimientos mineros, la extorsión y el narcotráfico, consolidando economías criminales que les permiten sostener su aparato armado. Estos grupos cuentan con una red logística que abarca reclutamiento, entrenamiento, inteligencia y alianzas criminales. Su accionar no solo busca lucro económico, sino también poder territorial y control social en zonas estratégicas del país.

Hoy, los GAO continúan manteniendo su injerencia delictiva en distintas regiones, fortaleciendo sus economías ilegales y aumentando su pie de fuerza mediante el reclutamiento de jóvenes y el aprovechamiento de la débil presencia institucional. Su expansión no solo representa un desafío para la seguridad nacional, sino que perpetúa un ciclo de violencia que sigue alimentando la economía criminal y erosionando la autoridad del Estado en territorios donde aún impera las zonas grises.

**Esta columna, expone reflexiones personales del autor sobre temas de seguridad, defensa y convivencia; por lo tanto, las ideas aquí expuestas no representan posiciones institucionales ni comprometen a entidad alguna**

sábado, 8 de noviembre de 2025

Por qué el Ejército, y no la Policía, retuvo el control del Palacio de Justicia

                                                                  POR: CARLOS COTES M.

La tragedia del Palacio de Justicia, ocurrida los días 6 y 7 de noviembre de 1985, marcó uno de los capítulos más dolorosos de la historia de Colombia. Aquel asalto del M-19, ejecutado en pleno centro de Bogotá, no fue enfrentado por la Policía Nacional sino por el Ejército. Esta decisión, que definió el rumbo de los acontecimientos y el desenlace fatal de la operación, respondió a una lógica política y doctrinal de la época: el país estaba sumido en una guerra interna y el Estado veía en los movimientos insurgentes enemigos militares, no delincuentes comunes. Por eso, la respuesta no fue de orden público, sino de combate.

En el marco de la llamada Doctrina de Seguridad Nacional, el Estado colombiano concibió la subversión como una amenaza a la soberanía, equiparable a una invasión extranjera. Bajo ese paradigma, las Fuerzas Militares asumieron el liderazgo en toda acción contrainsurgente, incluso en escenarios urbanos. La Policía Nacional, aunque dependía del Ministerio de Defensa, estaba subordinada al mando militar y orientada principalmente a tareas de prevención y control ciudadano, sin la estructura ni el entrenamiento para una operación de asalto contra un grupo armado con capacidad bélica.

La orden de recuperar el edificio fue impartida al general Jesús Armando Arias Cabrales, comandante de la Brigada XIII del Ejército, mientras la Policía se mantuvo en labores de perímetro y apoyo logístico. El resultado fue una operación conducida con lógica de guerra, no de rescate, donde el fuego cruzado y el uso de tanques terminaron destruyendo gran parte del Palacio y cobrando la vida de casi un centenar de personas, entre ellas once magistrados de la Corte Suprema. El balance no solo fue una derrota humana, sino también institucional, al evidenciar las dificultades entre la autoridad civil y el poder militar.

Aquella jornada reveló la distancia entre la defensa del Estado y la protección de la justicia. La decisión de la época por parte del gobierno de recurrir al Ejército reflejó la desconfianza del poder político frente a la capacidad policial y la creencia de que los problemas internos debían resolverse con fuerza militar. Con el tiempo, el país entendió que ese enfoque resultaba ineficaz y trágico frente a escenarios con presencia civil. De esa herida nacieron reformas, especializaciones tácticas y la necesidad de fortalecer la Policía como organismo de carácter civil para mantener el orden publico y la convivencia pacífica.


**Esta columna, expone reflexiones personales del autor sobre temas de seguridad, defensa y convivencia; por lo tanto, las ideas aquí expuestas no representan posiciones institucionales ni comprometen a entidad alguna**

jueves, 6 de noviembre de 2025

Control Militar de Área, eje de la soberanía territorial en Colombia

Por: CARLOS A COTES M

El control militar de área en Colombia ha sido una herramienta esencial para afirmar la presencia del Estado en regiones históricamente marcadas por el abandono, el conflicto armado y las economías ilegales. No es un concepto nuevo: desde los años setenta las Fuerzas Militares lo aplican para negar el terreno a los grupos insurgentes, garantizar la movilidad institucional y proteger a la población civil. Sin embargo, en el contexto actual con la persistencia del narcotráfico, los Grupos Armados y las bandas multicrimen, este control adquiere una nueva dimensión: no basta con ocupar el territorio, hay que sostenerlo, transformarlo y legitimarlo.

En la práctica, el control militar de área se traduce en presencia continua, patrullajes, puestos de control, y acciones combinadas de inteligencia y acercamiento comunitario. Las Fuerzas Militares no solo dominan físicamente el espacio, sino que deben conocer sus dinámicas sociales, identificar amenazas y garantizar condiciones de estabilidad para la llegada de las instituciones civiles. En departamentos como el Cauca, Nariño, Arauca o el sur de Bolívar, el control del área define quién impone las reglas: donde la presencia del Estado juega un papel muy importante. Allí, la disputa en la injerencia territorial contra la criminalidad no es solo militar, sino también simbólica, porque quien controla el territorio controla la vida cotidiana.

Uno de los grandes desafíos del país ha sido la permanencia del control. En varias zonas rurales, el Estado logra recuperar territorios mediante operaciones exitosas, pero la falta de inversión posterior, la corrupción local o la debilidad institucional generan vacíos que vuelven a llenar las estructuras ilegales. El control militar sin presencia y desarrollo institucional es apenas un paréntesis entre dos ciclos de violencia. Por eso, las actuales políticas de seguridad deben integrar la acción militar con el desarrollo rural, la justicia, la sustitución de economías ilícitas y la confianza ciudadana. Sin esta articulación, el esfuerzo de los soldados termina siendo temporal y costoso.

Otro aspecto crucial es la legitimidad frente a la comunidad. El control militar de área no puede confundirse con una militarización del territorio. En Colombia, la historia enseña que la fuerza sin acompañamiento social genera rechazo. Hoy, los batallones de alta montaña, las fuerzas de tarea conjunta y las brigadas móviles entienden que el respeto por los derechos humanos, la comunicación con los líderes comunitarios y la transparencia operativa son tan importantes como la acción armada. Controlar el territorio implica también ganar el corazón y la mente de la población.

En conclusión, el control militar de área en Colombia es indispensable para consolidar la seguridad nacional y proteger la soberanía, pero su verdadero valor radica en su capacidad de abrirle paso a la institucionalidad. La presencia de la Fuerza Pública debe ser el punto de partida para el desarrollo, no su reemplazo. Donde solo hay uniformes, el control es temporal; donde llegan escuelas, vías y oportunidades, el control se vuelve irreversible. En un país que ha vivido décadas de conflicto, el control militar de área no debe ser visto como el fin, sino como la primera fase de la recuperación integral del territorio.

**Esta columna, expone reflexiones personales del autor sobre temas de seguridad, defensa y convivencia; por lo tanto, las ideas aquí expuestas no representan posiciones institucionales ni comprometen a entidad alguna**

Desafíos para la Seguridad Nacional en Colombia hacia el 2026

                                                     POR: CARLOS A. COTES La Seguridad Nacional de Colombia enfrenta uno de los momentos más...