POR: CARLOS COTES MAYA
Los homicidios selectivos se han convertido en uno de los fenómenos criminales más preocupantes del país. Detrás de cada caso hay una historia de venganzas, traiciones o disputas por dinero derivado de las economías ilícitas. En muchos de estos crímenes no existe un móvil pasional ni un robo común, sino ajustes de cuentas entre socios del delito que deciden saldar sus diferencias con la muerte. Las bandas y grupos armados organizados recurren a este método para mantener el control, eliminar rivales, o castigar a quienes incumplen acuerdos sobre la distribución de ganancias provenientes del narcotráfico, el microtráfico o la extorsión.
En Colombia, las cifras de homicidios muestran un comportamiento desigual. Algunas ciudades registran una alta tasa que responde a la confrontación entre organizaciones criminales por el control de corredores estratégicos o zonas urbanas donde las rentas ilegales son más rentables. En otros casos, la violencia disminuye no porque haya desaparecido el delito, sino porque los grupos llegan a pactos de convivencia criminal, respetando fronteras invisibles que delimitan sus áreas de influencia. Cuando ese frágil equilibrio se rompe, las balas vuelven a sonar y los homicidios selectivos reaparecen como un recordatorio de que el poder territorial sigue siendo la moneda de cambio del crimen.
Un ejemplo claro ocurrió en enero de 2025 en el Catatumbo, donde dos estructuras armadas ilegales se enfrentaron por la injerencia delictiva en una zona de alto tráfico de estupefacientes. Los asesinatos selectivos fueron el preludio de desplazamientos forzados y del resurgimiento de la violencia en comunidades rurales que habían logrado cierta calma. Este tipo de hechos demuestran cómo la fragmentación del crimen organizado produce una guerra silenciosa que, aunque no siempre aparece en los titulares, deja profundas huellas en la estabilidad regional y en la vida cotidiana de sus habitantes.
Los homicidios selectivos no solo afectan a quienes participan en la cadena delictiva; impactan directamente la percepción de seguridad ciudadana. Cuando los ciudadanos observan cuerpos abandonados en las calles o escuchan de ejecuciones por encargo, se instala un sentimiento de miedo que debilita la confianza en las autoridades y en la capacidad del Estado para garantizar la vida. El efecto psicológico es tan grave como el hecho mismo, pues crea un entorno de desconfianza generalizada donde nadie se siente a salvo.
Atacar este fenómeno requiere acciones de inteligencia y de coordinación interinstitucional entre la Fuerza Pública, la Fiscalía y los gobiernos territoriales. Es necesario identificar a los dinamizadores de homicidios y a las redes financieras que los sostienen, desmantelando su poder económico y su capacidad de intimidación. Solo con información precisa, intervención oportuna y presencia estatal sostenida se podrá frenar la violencia selectiva que hoy carcome los cimientos de la tranquilidad ciudadana y perpetúa el control criminal en los territorios.
**Esta columna, expone reflexiones personales del autor sobre temas de seguridad, defensa y convivencia; por lo tanto, las ideas aquí expuestas no representan posiciones institucionales ni comprometen a entidad alguna**
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