Estas zonas grises, donde los límites entre departamentos se diluyen, son hoy epicentros de disputa territorial entre grupos armados ilegales. La codicia por el control de estos recursos ha desatado una nueva ola de violencia, donde comunidades enteras son sometidas, el trabajo infantil se incrementa y la vida pierde valor frente a la fiebre del oro. La minería ilegal se desarrolla sin licencias, sin controles ambientales, y sin respeto alguno por los derechos humanos. Sus ganancias son rápidamente invertidas en armas, insumos químicos para el narcotráfico y sobornos que prolongan su impunidad.
El impacto ambiental también es devastador. La minería ilegal es ya la segunda causa de degradación de bosques en el país, superada solo por la deforestación. Ríos contaminados con mercurio, suelos infértiles y ecosistemas destruidos son el rastro visible de esta actividad. Parques naturales, reservas indígenas y zonas protegidas han sido invadidas sin contemplación por retroexcavadoras ilegales. El daño es profundo y muchas veces irreversible.
A esta realidad se suma el enorme costo fiscal para el Estado. Según la Procuraduría General de la Nación, la minería ilegal afecta actualmente a 29 de los 32 departamentos del país. Esto no solo representa un golpe a las finanzas públicas —con millones de dólares que escapan al recaudo del estado—, sino que refuerza la economía paralela del crimen, debilitando aún más la presencia institucional.
La lucha contra la minería ilegal debe ser prioritaria en la agenda nacional. No se trata solo de combatir un delito ambiental, sino de frenar una fuente clave de financiamiento del conflicto armado, de proteger nuestros recursos naturales y de devolverle a muchas comunidades la paz y la dignidad.
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